Vivimos tiempos en los que el sentido de las palabras se desvanece. En apariencia, las seguimos utilizando como siempre; sin embargo, su contenido se ha vaciado o desvirtuado. La precisión lingüística ha dado paso a la ambigüedad, a la tergiversación de significados que antes eran firmes, sólidos, irrefutables. Como advirtió Confucio, cuando se le preguntó cuál sería su primer acto si fuese nombrado Emperador de China, respondió: “Comenzaría por fijar el sentido de las palabras”. Esta frase encierra una sabiduría esencial: sin el sentido preciso de las palabras, se tambalean los principios de una sociedad.
Nos encontramos en pleno proceso de desvalorización del lenguaje. Las frases que en otro tiempo reservábamos para lo más solemne, hoy las usamos para lo cotidiano. Se exagera lo secundario, se eleva lo circunstancial, se colocan conceptos sagrados al servicio de lo trivial. ¿Cuántos significados tienen hoy nuestras palabras? ¿Quién recuerda todavía que decir “amigo” o “querido” implicaba una verdadera cercanía afectiva? ¿Quién aún siente el apretón de manos como signo de confianza y no como gesto trivial?
Hoy, además, vivimos la era de las redes sociales, donde la palabra se ha vuelto efímera, impulsiva, utilitaria. Las plataformas digitales fomentan la inmediatez y la reducción del lenguaje a fórmulas simples, virales, carentes de profundidad. Palabras como “héroe”, “odio”, “épico” o “crisis” circulan con ligereza, vaciadas de su peso original.
Esta confusión semántica también se manifiesta en áreas tan populares como el deporte, donde el lenguaje ha sido víctima de un entusiasmo desbordado. “Para nosotros ganar es asunto de vida o muerte”. ¿No se está usando el lenguaje con una intensidad que no corresponde a la realidad del juego?
El verdadero deportista no dice “gané” o “perdí”, sino “ganamos” o “perdimos”. No se envanece con la victoria ni se derrumba con la derrota. No lucha contra el otro, sino contra sí mismo y sus propios límites.
La tergiversación del sentido de la palabra “deportista” puede desvirtuar su función educativa. Si exaltamos al deportista profesional por encima del científico, el maestro o el sabio, corremos el riesgo de perder el eje de nuestros valores. No hagamos que nuestros hijos conozcan más nombres de futbolistas que de héroes o pensadores de nuestra historia.
Por eso, si queremos restaurar el valor de la palabra, la lectura debe ser promovida desde la infancia. Un niño que lee es un niño que piensa, que aprende a nombrar el mundo con mayor claridad, a distinguir lo verdadero de lo falso, lo profundo de lo superficial. La lectura no es una actividad decorativa: es una forma de resistencia. En ella, la palabra recupera su dignidad, y con ella, la posibilidad de construir un pensamiento propio.